A espaldas de la iglesia de San Andrés, en la plaza de la Paja, se encuentra una de las joyas artísticas de Madrid, prácticamente el único exponente del gótico isabelino que tenemos en la capital.
Entre los palacios de los Vargas y de los Laso, donde está constatado que los Reyes Católicos se alojaron durante sus primeras estancias a Madrid, salvando los desniveles del terreno propios de los arrabales de la ciudad, se abre un conjunto excepcional por su estructura arquitectónica y su decoración. Precisamente, el que se esté adosado al antiguo palacio de los Vargas, trazando una continuidad entre ambas fachadas, hizo que quedara indemne respecto al incendio que asoló la iglesia vecina en la Guerra Civil.
Aunque popularmente es conocida como Capilla del Obispo en honor a su promotor, lo cierto es que la edificación donde nos adentramos está advocada, desde sus orígenes, a Nuestra Señora y San Juan de Letrán, y estuvo estrechamente vinculada al patrón de Madrid, San Isidro.
La fundación de la capilla se remonta a 1520, cuando don Francisco de Vargas y Medina, hombre de confianza de los Reyes Católicos, tesorero real y descendiente de la familia para la que había trabajado el santo labrador, impulsó este espacio a fin de trasladar hasta su interior el cuerpo incorrupto de San Isidro, que por aquel entonces descansaba en la iglesia de San Andrés, en el arca donada por Alfonso VIII en agradecimiento por su victoria en la Batalla de las Navas de Tolosa (2 de abril de 1212).
Pero, cuatro años más tarde, en 1524, murió don Francisco sin ver culminado su deseo, tomando el testigo de la construcción su hijo, don Gutierre de Carvajal y Vargas, obispo de Plasencia. Su figura fue fundamental, pues, en 1545, recibió la bula papal que le permitía el traslado de los restos del santo, no sin controversias con el párroco de San Andrés.
Además, convirtió la arquitectura en su capilla funeraria y en la de sus progenitores, lo que nos permite contemplar tres excepcionales cenotafios de alabastro, obra del maestro Francisco Giralte, uno de los escultores más destacados a principios del siglo XVI, uno de los introductores del lenguaje renacentista en Castilla.
Al entrar en la capilla por unas puertas de madera ricamente talladas con escenas de Antiguo y Nuevo Testamento, así como los bustos de San Juan Bautista y San Juan evangelista, en consonancia con la advocación del lugar, recorremos una estructura propia del gótico isabelino, de una sola nave y coro alto a los pies.
La sencillez de la arquitectura contrasta con la riqueza ornamental de los monumentos funerarios y el retablo mayor. Los cenotafios siguen el modelo de los lucillos, enmarcados por un arco y excavados en los muros laterales para evitar que los 'bultos' molesten la contemplación del altar durante la liturgia. De hecho, en las Constituciones de la Capilla se prohíben enterramientos posteriores de miembros del linaje, so pena de doscientos ducados si se incumpliera tal disposición.
Así, a ambos lados del retablo se disponen los retratos orantes de don Francisco de Vargas y de su esposa, doña Inés de Carvajal, arrodillados ante los reclinatorios y trabajados en alabastro, material que por sí mismo habla de la nobleza de sus protagonistas.
A estos arcosolios se suma, en el lado de la epístola, la monumentalidad del cenotafio del obispo, también orante ante el altar mayor, siguiendo modelos burgaleses del siglo XV. Tras él, dos diáconos portan atributos iconográficos propios de la condición eclesiástica de D. Gutierre. Estos personajes secundarios recuerdan que, desde su fundación la capilla contó con seis capellanes y “seis muchachos de coro”, referidos por las figuras infantiles que, con instrumentos musicales y partituras, completan el primer término del monumento.
Al fondo, en consonancia con el carácter funerario de la pieza, la escena de la Oración de Jesús en el Huerto de los Olivos trabajada en medio relieve, completando el conjunto como si se tratase de un retablo, en el que, además, proliferan motivos ornamentales inspirados en los repertorios del renacimiento italiano. La disposición del obispo y de sus padres, su actitud orante, conduce nuestra mirada hasta el retablo que preside el espacio, ocultando la estructura poligonal del ábside.
Realizado en madera de ciprés por Francisco Giralte, entre 1547 y 1550, en sus tres cuerpos se suceden episodios de infancia y pasión de Cristo, con un notable protagonismo de la Virgen que nos recuerda su creciente presencia en las imágenes de la Contrarreforma.
Discípulo del castellano Alonso de Berruguete, Giralte destaca por la volumetría, dinamismo y expresividad de sus figuras, tal como se aprecia en la pieza que contemplamos. Para mayor decorativismo, los ropajes son trabajados mediante la técnica del estofado que simula brocados de oro propios del siglo XVI. Como remate, un Calvario flanqueado por la personificación de Fe, Esperanza, Caridad, Prudencia y Fortaleza, acompañadas de los emblemas heráldicos de los Vargas, presentados como modelo de virtud. En la cúspide de la calle central, presidiendo la capilla, Dios Padre emerge con gran teatralidad, bendiciendo tanto a los Vargas como a los fieles que llegan al lugar.
Historia y arte se funden en la Capilla del Obispo, para llevarnos por un momento al Madrid del siglo XVI y para recordarnos las vicisitudes del cuerpo de San Isidro antes de su emplazamiento definitivo en la Colegiata homónima, en 1767, por indicación de Carlos III.
Recorrer las calles de nuestra ciudad y preguntarnos por el origen de sus monumentos es adentrarnos en el conocimiento de una historia llena de protagonistas que debemos redescubrir.