La Infanta Isabel fue uno de los personajes más queridos de la España de la Restauración. Primogénita de Isabel II, desde niña se hizo con el cariño de los madrileños por su carácter expresivo y su afición a las costumbres más castizas.
Pero su infanta, la niña a la que habían visto crecer entre festejos, toros, conciertos y verbenas, quien había recorrido el país llevando la imagen de la monarquía a pueblos y provincias, iba a casarse con un príncipe napolitano. La joven debía llevar un ajuar nupcial digno de su rango y distinción. Era la primavera de 1868 y la Chata tenía dieciocho años.
En aquellos días previos al enlace, los encargos en los mejores establecimientos de Madrid fueron exagerados. Isabel, mujer de carácter y autoritaria en su vida familiar, visitaba los principales comercios de marroquinería y complementos que lucían orgullosos en la puerta el cartel de “Proveedor de su alteza real la infanta Isabel”.
Las compras eran extraordinarias: abanicos, sombrillas, sombreros, guantes, zapatos, botas, lencería, miriñaques y todo tipo de vestidos. La infanta acudía a las tiendas de moda de la Puerta del Sol o la plaza de Santo Domingo, generalmente regentadas por franceses. A veces iban también al 'Gran Establecimiento' de la calle Mayor, donde vendían las mejores medias inglesas, chambras y refajos de piqué.
Los corsés, tan de moda en su tiempo, eran siempre de 'A las dos palabras', la fábrica de fajas de la calle de Hortaleza que había resultado premiada por su Majestad por incluir un sistema especial de reducción del volumen del vientre. Los desplazamientos de la Chata, siempre acompañada por la marquesa de Novaliches, camarera mayor, eran recibidos con entusiasmo por los comerciantes de la zona.
Como calzado, solían optar por botines tobilleros, de cuero o charol, en color oscuro de la mejor zapatería de la calle de Desengaño. Muchas de las compras para la casa las hicieron en los grandes almacenes que el empresario Eduardo Sachsé tenía en la confluencia de la calle Mayor y Arenal.
Algunas de las joyas, a las que la Infanta Isabel, al igual que su madre, se había aficionado desde joven, las encargaban en Samper, en la calle del Carmen, por entonces el joyero más famoso de Madrid y proveedor oficial de la Chata. Pero, con motivo de su matrimonio, Isabel II regaló a su hija una deslumbrante tiara realizada por la prestigiosa joyería Mellerio, de París, que acababa de abrir sucursal en la capital: de brillantes, montada sobre platino, simulaba varias conchas marinas con siete gruesas perlas en forma de pera. Desde ese momento, se convirtió en su pieza favorita.
En los días previos al enlace, la actividad en el Palacio Real fue frenética. Modistas y costureras confeccionaban a medida lencería, peinadores, almillas, enaguas y camisas. También llegaban cajas de la Perfumería Francesa, con pomadas, aceites, colonias, polvos de arroz y de dientes, por onzas. En palacio no dejaban de entrar carruajes repletos de pedidos para su alteza, que los mozos colocaban cuidadosamente en las cocheras, el espacio reservado para el equipaje del matrimonio.
El 13 de mayo de 1868, Madrid engalanó sus calles y balcones. La boda se celebró tarde, a las diez, en uno de los salones de las habitaciones del Rey consorte, transformado en capilla. Isabel de Borbón, Infanta de España, se había convertido en condesa de Girgenti tras su matrimonio con Cayetano de Borbón Dos Sicilias. Su ajuar nupcial, de confección madrileña, deslumbró en todas las Cortes que la pareja visitó en su largo viaje de novios por Europa.